KATY SONG (PARTE I)
Al comenzar el año 2000 me faltaba
una asignatura para terminar Sociología porque me había quedado pendiente del
último año. A finales del 99 me había apuntado a hacer las pruebas de ingreso
en la Escuela de Cine. Ese año 2000 iba a ser más o menos de relax en función de lo que pasase con
esos exámenes de ingreso. Si los pasaba encauzaría mi vida hacia el cine y
abandonaría Torrelavega con la que mantenía una relación de amor-odio porque me
sentía encerrado en su pequeñez. Como tenía mucho tiempo libre lo dedicaba a
escribir, leer, escuchar música e ir a clases de francés e inglés.
Un día, a principio de Febrero,
estando en Madrid para una de las pruebas de acceso, después de comer en casa
de unos tíos que viven allí me senté a ver la tele con ellos. Sentía que algo
se me había quedado en la garganta durante la comida y me molestaba mucho. No
dejaba de carraspear y de ir a la cocina a beber agua.
Como cada vez estaba más nervioso
cada vez me costaba más respirar. Fui al baño y me provoqué un par de vómitos.
Pero, lo que fuese, seguía en mi garganta y sentía que apenas podía pasar el
aire. Mis tíos se preocuparon con esas idas y venidas y me preguntaron qué
pasaba. Se lo expliqué y me dijeron que fuésemos a urgencias. Tenía todo el
cuerpo tembloroso y llevaba un botellín de agua del que daba pequeños tragos a
cada rato porque mi lógica enfermiza me decía que si pasaba el agua pasaba el
aire.
Las urgencias del 12 de Octubre
estaban hasta arriba porque era domingo y yo me iba al baño para provocarme no
sé, quizá ocho vómitos. También calculo que bebí más de cuatro litros de agua
antes de que me atendiesen. Con una de las clásicas palas de madera el médico
me miró la garganta. No vio nada. Pero yo sentía el ahogo y el trozo de “algo”
en mi garganta. Era una sensación física y tenía que tener una explicación. Un
rato después, de mucho agua después y de varios vómitos después, me llevaron a
la sala de Rayos X para hacerme una placa. Pasada una hora entramos a la
consulta del médico que me correspondía y, mientras el doctor miraba la
radiografía al trasluz, dijo que se veía algo extraño en mi garganta. Pero que
no me preocupase porque no tenía aspecto de peligroso al ser pequeño.
Decidieron hacerme una endoscopia.
Vino un tipo con una silla de ruedas y me dijo que me sentase. Todo aquello me
parecía un poco demencial porque a mí no me dolían las piernas sino la
garganta. Sólo consiguió ponerme mucho más nervioso aunque ya llevaba tres
tranquilizantes. Me condujo por varios pasillos mientras yo no dejaba de
preguntarle en qué consistía la endoscopia y si dolía. Su explicación parecía
poco creíble cuando dijo que molestaba un poco.
Me metieron en una pequeña consulta
y tras un par de minutos a solas llegó el doctor que me iba a hacer la prueba.
Me dijo que abriese la boca y sin avisar, como todo lo malo en la vida, me
metió un metro de tubo de plástico esófago abajo. Aunque mis ojos se salían de
sus órbitas veía en un monitor mi
interior. Y no era una metáfora. El médico trataba de tranquilizarme con un
argumento parecido al mío del agua y el aire pero cambiando agua por tubo. La
sensación de esa culebrilla subiendo garganta arriba al sacarlo aún hoy me da
escalofríos al recordarla. Mi chófer me condujo de nuevo a la sala de espera
donde estaban mis tíos. Tenía los ojos llorosos y sólo quería que terminase
toda esa mierda. Habíamos llegado a las cinco de la tarde y eran más de la una
de la mañana cuando nos volvió a atender el primer doctor de todos los que
había visto. Nos comentó que en la endoscopia no se apreciaba nada y que cuando
regresase a Torrelavega me pasara por mi médico de cabecera y pidiese cita en
Salud Mental.
A partir de aquí todo se vuelve un
poco confuso. Empecé una peregrinación por psicólogos y psiquiatras y una medicación
controlada que consistía en tranxilium y diazepán cuando me
sentía mal (o sea, todo el día) y Prozac por la mañanas para animarme.
Fueron un par de meses en los que
yo no salí de la cama más que para ir al baño y a los médicos. Tampoco me
atrevía a comer nada que no fuese líquido. Cuando trataba de comer otra cosa,
aunque fuese una miga de pan, sentía esa miga durante horas obstruyendo mis
vías respiratorias. Me iba al baño y me provocaba vómitos pero la puta miga
seguía allí, estrangulándome. Todo esto me deprimía más. En la cama no podía
dejar de pensar que esa mierda condicionaría el resto de mi vida. Que no podría
ir a ningún sitio, viajar, porque no habría alimentos líquidos en todos los
sitios y no podría comer nada. Que no podría vivir fuera de Torrelavega,
estudiar cine, llevar una vida normal. Por las noches, de madrugada, probaba a
comer pequeñas cosas, no sé, una onza de chocolate chupada para ver si era
capaz. No había manera. Me tenía que ir al baño para provocarme un vómito y me
pasaba un par de horas llorando abrazado al retrete, sintiéndome muy miserable.
Los psiquiatras y los psicólogos
trataban de buscar la razón a este bloqueo. Que si me veía muy gordo, que si
tenía problemas en los estudios, con mi familia, que si había sufrido un desengaño
amoroso (ya me hubiese gustado, pensaba yo, que sólo los vivía a través de las canciones de los Smiths y
de Slowdive). Me enseñaron a respirar
en caso de ahogo, ejercicios de relajación con música New Age de fondo…
No hay comentarios:
Publicar un comentario