sábado, 11 de enero de 2014

Planes

Creo que toda mi vida, desde que era muy pequeño, me la he pasado haciendo planes e imaginando qué me esperaba y, a veces, deseándolo con tanta fuerza que estaba seguro que pasaría sin remedio. Siempre fantaseaba en cómo sería el verano, los regalos de Reyes, el curso próximo, cuando fuese a la universidad, el momento en que me enamorase, cuando me casara y la excitante vida que me esperaba una vez llegase a lo que consideraba “ser mayor” (de niño algún lugar impreciso de la veintena en adelante).

Como a casi todos enfrentar la realidad a la fantasía nos traía no pocas frustraciones. El verano era tedioso en muchos momentos, los regalos de Reyes nunca cumplían las expectativas (familia humilde obliga), el siguiente curso siempre era muy parecido al anterior, la universidad era como el instituto pero sin los repetidores que hacían chistes en alto y con muchos profesores que sólo parecían saber de lo suyo y nada sobre el resto de cosas, el amor tenía un defecto llamado desamor, el matrimonio, pues por ahí estará, he escuchado sobre el y, a veces, mi excitante vida se ha convertido en una pequeña sucesión continua de decepciones. Sobre todo conmigo mismo.

Pero, a pesar de todo, jamás he dejado de hacer planes y seguir esperando por un cambio, por algo que diese sentido a la espera, a las esperas. Porque, a veces, la vida es básicamente esperar. Y, a veces, esperar da resultados. Y, a veces, las fantasías sobrepasan las realidades. Y, a veces, uno piensa que todo lo anterior no era la pérdida de tiempo que parecía sino la preparación para otra cosa que, en otro momento, en otro lugar con los mismos protagonistas hubiera sido muy diferente. No hablo del destino y no me estoy poniendo Paulocoelhesco o al menos no lo estoy intentando. Hablo de todas esas cosas que ocurren al margen de lo esperado justo cuando seguíamos esperando. Y que superan, en mucho, todo lo imaginado, todo lo deseado.

No es sorpresa adivinar que estoy hablando de J. Hoy es 11 otra vez pero no es un 11 cualquiera. Hoy es el último 11. Y, a veces, no está mal que algo sea lo último aunque ese algo haya sido muy bonito, te haya dado muchas alegrías o haya determinado el amor hacia una persona.

Desde hace un tiempo hago planes que no son en primera persona del singular y los planes se vuelven conjuntos. No el tú y el yo sino el nosotros. Y, a veces, es tanta la emoción que me entra miedo a que se vuelvan como el resto de planes, deseos, anhelos y acaben por no materializarse. Pero tengo la estúpida convicción de que sí pasará. Y no es un bobo optimismo Lo digo porque ya está pasando.

Al pensar en planes recordaba la canción de Le Mans “Mejor Dormir”. Es una de mis canciones preferidas de uno de mis grupos favoritos. La sencilla descripción de lo que puede ser un simple domingo en una pareja de enamorados llena de actos normales, de arrumacos y, por supuesto, de planes en pareja. Planes como salir a pasear en el coche y perderse y perder el tiempo. Pero hacerlo juntos. Cuando J y yo planeamos esas cosas, cuando jugamos a ser encantadoramente convencionales es de los momentos que más disfruto. Y, a veces, me darían ganas de que sólo fuese un domingo interminable de planes que dejamos de hacer por pereza. Por esa pereza que nunca se valora lo suficiente.


Ahora cumpliremos los planes inmediatos para pasar a los de más adelante. Y, a veces, no podríamos ni recordarlos. Hay planes para mañana, para el próximo domingo, para el lunes 20 (¡vamos al cine!) o para el próximo Mayo. Y para la navidad siguiente y el 2015. Sin miedo a que algunos se nos vayan quedando por el camino. Sin tiempo a lamentarnos por ellos porque nosotros, o sea, nosotros, tenemos tantos planes como amor: para derrochar.


miércoles, 11 de diciembre de 2013

El Miedo

Qué cosa extraña es el miedo. Desde hace unos días mi vida ha estado dominada por el miedo. Por diferentes miedos a diferentes cosas aunque en el epicentro de todas estaba, claro, J.

Yo, supongo que como todos, soy producto de mis miedos. Tengo miedo a muchas cosas entre las que destacaría a las arañas (también a los insectos en general), a volar y diría que hasta los propios aviones, a la velocidad, a la altura, a la muerte (quizá esta resuma varios de los otros), a llamar la atención en público, a los ascensores (si alguien se mueve con cierta violencia o un niño salta jugando puede verse mi cara de terror), a ahogarme al comer (tanto que mastico hasta la sopa, supongo que una secuela de lo contado en esta entrada) y varios miedos menores. Algunos son persistentes desde hace mucho e incluso tienen una extraña relación. Cuando era más pequeño, al inicio de mi adolescencia incluso en mi última niñez, cada vez que veía un perro suelto cambiaba de acera. Lo curioso es que jamás me ha mordido un perro pero aún los tengo miedo aunque trato de dominarlo.

Pero no era la única razón para cambiar de acera. Cuando yendo por la calle tenía que atravesar un grupo de chicas digamos, cuatro o cinco, sentía tal pánico que solía cruzar a la otra acera por evitar el trance de pasar entre ellas. Era un miedo raro y quizá un poco estúpido. Pensaba que se reirían de mí y quería evitarlo a toda costa. Tenía miedo a ese grupo de chicas. Supongo que mi relación problemática con mi propio físico era el detonante. Nunca me he encontrado cómodo con mi propio físico aunque eso no entraría en el tena de los miedos sino en uno diferente como es el de los complejos. Las chicas sí, me han dado un poco de miedo siempre. Sobre todo en grupo y si gritan entre ellas aunque sea de felicidad. Supongo que es puro desconocimiento. Muchas veces los miedos son por pura ignorancia.

Por J si bien no podría decir que supero sí que enfrento a varios de esos miedos: a volar, a las alturas y la velocidad, a los perros, a las arañas y, por supuesto, a las chicas. O al menos a una chica porque ella lo es. Y preciosa. A la belleza no le tengo miedo. Ni a una inteligencia como la suya como ya expliqué hace un mes.

El fin de semana sucedió algo que me hizo entrar en un pánico que no recordaba haber sentido antes y del que parezco incapaz de despegar, de dejar atrás. No entraré en detalles porque ni viene a cuento ni es el lugar ni si quiera es relevante para lo que hablo. Pero desde esa madrugada del sábado al domingo soy incapaz de pasar demasiado rato sin que el escalofrío me asalte.

El miedo es paralizante porque no responde a un hecho, a algo que resolver, sino a un enigma. A algo que, en realidad, no sabes cómo es de manera real. Porque es como pegar puñetazos a una nube, a la niebla. Tengo miedo de algo que no ha ocurrido pero que podría ocurrir o, como es el caso, haber ocurrido. Tengo miedo a algo que no pasó y que es improbable que vuelva a ocurrir. Pero me da miedo. Un miedo tan grande que a ratos no me dejaba dormir y que me asalta y domina en lo momentos más insospechados y desestructura lo que esté haciendo ya sea comer, trabajar, ver la tele o leer. Mi mente salta al origen de ese miedo, de un miedo a algo terminado, sin consecuencias pero que me lleva dominando por días.

Supongo que no hay miedo mayor que la idea de que algo malo  le pueda suceder algo a un hijo. Yo eso no lo he experimentado pero espero hacerlo en el futuro. El futuro es un miedo recurrente aunque yo temo más a mi pasado por desaprovechado. Pero el miedo por la persona amada también es aterrador. Desde que J está en mi vida hay varios miedos relacionados con ella que, lejos de remitir, parece que aumentan cada día. Por supuesto el lógico a que le pase algo malo, ese que me tiene atenazado desde el fin de semana. Pero también otros como el miedo a que no salga bien esto cuando todo está preparado para que sea perfecto, cuando todos los indicios y señales parecen no dejar otra opción que sea así. A veces esto es un miedo menor porque no veo razón o posibilidad de que esto ocurra pero otras se convierte en miedo mayor como cuando un simple malentendido trastoca un plan.

Cuando se encadenan dos miedos atronadores como ha ocurrido en apenas cuatro días uno siente que es el pobre Totó llevado en círculos por el tornado camino de Oz. Que no le queda más remedio que permanecer en la cama esperando que todo pase, que todo se calme, que todo vuelva a la normalidad. Pero el miedo destensa el tiempo también y las horas parecen días y los días parecen semanas. Y el sábado parece que fue hace meses y por eso la desazón es mayor porque, aunque pasa el tiempo el miedo no cede sino que, por momentos, retorna con más fuerza si cabe. Y quizá me da más miedo porque soy yo el que más miedo tiene. Y me sorprende y me da miedo. 

Debería sentirme aliviado porque, en realidad, sólo fue un aterrador susto, pero solo siento una cosa: miedo.





lunes, 11 de noviembre de 2013

Mirar, Admirar y Amar

La sensación de admirar a alguien de carne y hueso es extraña. Todos admiramos a músicos, escritores o actores. Pero admirar a alguien con quien tienes contacto es mucho más raro y complicado porque tienes el feed-back de su vida, de sus contestaciones, de sus malos días y de sus bostezos.

Siempre digo que no puedo amar a quien no admire. De hecho no puedo siquiera salir (con el matiz romántico que se prefiera) con una persona que no tenga cualidades que yo admire, que me quede fascinado por lo qué hace y cómo lo hace. Ahora, por supuesto, está ocurriendo.

J escribe muy bien. Me gusta cómo mira el mundo. Le ayudan esos ojos tan bonitos, tan llenos de vida que ya había comentado en la entrada anterior. Esos ojos que me atraparon por cómo me miraba a mí y que le han permitido ver algo que no había visto nadie antes. Y así mira las otras cosas de la vida. Cuando ella escribe de música, o de política, o de lo que le rodea lo hace de manera reconocible para mí que la conozco. Veo y escucho en mi cabeza su acento que se dibuja en cada una de las sílabas de lo que ha escrito.

Muero de ganas de que me deje leer entero el libro que tiene escrito pero está reescribiendo, porque sólo me dejó dar un bocadito. Un libro en el que está ella, su mirada, sus ojos. Un libro que será importante para ella, para su familia porque cuenta una historia de las mujeres de su familia, y será importante para otras mujeres que lo lean. Pero eso será más adelante.

Ella ahora mismo está siendo muy feliz. En este mismo instante lo está siendo porque está viendo a un grupo al que tenía ganas de ver hace años, uno de sus favoritos de ahora mismo. Uno formado por dos jóvenes que se bastan y se sobran para inyectar la energía de su música en ti. Nada que ver con esas disfrutables (yo el primero) pero un poco patéticas vueltas que estamos viendo de los héroes musicales de la gente de nuestra generación convertidos en dinosaurios del rock interpretando todos y cada uno de los papeles de los que ellos vinieron a sepultar, a sustituir.

 Admirar a alguien con quien hablas horas y horas cada día y con quien, inevitablemente, surgen conflictos, malestares, con quien te dejas de hablar dos días y a quien piensas en no perdonar durante un instante es mucho más complicado que admirar a alguien a quien conoces a través de su música, sus libros o la imagen que quiere dar de si mismo en una entrevista. Pero esa admiración pasa a ser mucho más profunda porque viene acompañada del amor. Y no, no hablo de que valore más lo que hace alguien que ame por el hecho de amar a esa persona sino de lo contrario, de amar más a esa persona por la admiración que su talento provoca en mí.


En eso estoy. Ya es 11 de nuevo y, a veces, cuesta creer que alguien a quien admiras tanto te diga todos los días “te quiero”. Si hasta cuando canta no puedo dejar de pensar en que es increíble que me haya elegido para estar con ella.

https://soundcloud.com/felicidaddelaterceraedad/a

viernes, 11 de octubre de 2013

J y Yo

Conocí a J por casualidad como suelen pasar estas cosas. Fue un 11. Al rato ella dijo “hola” y ese “hola” cambió todo. Me cuesta hablar de J porque ella es una persona diferente a todas las que he conocido hasta ahora. Me gusta hablar con J porque sonríe y, muchas veces, esa sonrisa estalla en risa contagiosa para volver a su estado natural de sonrisa. La primera vez que hablé con J pensé que su voz era demasiado grave que no pegaba con su cara tan blanca que, a veces, parece que se transparenta. Pero no. Con el tiempo su voz es indisociable de su cara. Una cara que me tiene hipnotizado. Porque cuando me mira me quedo paralizado y se me olvida que existe algo fuera de eso.

J no es una persona como las demás. J me ve como soy. Y nadie me había visto como soy hasta ahora. Pero ella lo consigue. Y lo que ve le gusta. Así que J con naturalidad, sin darle importancia, me hace ser mejor cada día porque con ella no tengo que tratar de adaptarme a las hechuras del mundo porque nuestro mundo se adapta a nuestros tamaños.

J es pequeña. Y yo soy pequeño. Cabemos en cualquier parte y por eso nos podemos esconder de los ojos de los demás en cualquier momento. Aunque estemos rodeados de gente. Ella dice un “hola” y esa es la señal de que quiere que nos escabullamos, que estemos a solas y que nadie nos moleste. Que nos quedaremos mirándonos fijamente durante minutos sin decir nada, ella sonriendo y yo muerto de vergüenza y de amor.

J tiene un secreto y ese secreto soy yo. Cuando me muestra los discos en la habitación para decidir cuál poner sé que cada uno de ellos le importa. Como ha de ser cuando uno compra y tiene un disco. A veces abre la caja y dentro no está el disco y pone cara de sorpresa y yo me río. Y así pasamos el rato esperando el siguiente.

J y yo podemos jugar a ser Las Vírgenes Suicidas y hablarnos mediante canciones, sin tener que decir una palabra. Me gusta escuchar cómo se emociona con algo que le gusta y cómo calla cuando digo algo que acelera su pulso. Y aunque, a veces, me dice que no debería decir esas cosas yo espero el momento en que volver a decir algo nuevo, algo que no estaba previsto y jugar a desarmarla para que piense que jamás serán las cosas iguales, que no habrá rutina y que cada día podemos encontrar nuevas reglas que imponer para romperlas al final del día.

J es la persona más valiente que conozco. J trabaja rodeada de gente que por ser hombre piensa que sabe más o sabe mejor hacer el trabajo que ella. Pero no es verdad. J es mejor y lo demuestra aunque tenga que demostrarlo el doble para ser reconocida lo mismo. Admiro a J. No puedo querer a alguien que no admire. Tampoco puedo querer a alguien que no le gusten The Beach Boys y a J le gustan The Beach Boys. Pero J es doblemente valiente porque está siendo valiente por mí. Se está arriesgando por mí. Y lo sabe. Y puede perder mucho pero se arriesga. Por mí.

J me pregunta muchas veces porqué la quiero. Una día le dije que había esperado por ella muchos años. Ella rió y me dijo que no nos conocíamos hace años. Y yo le respondí que sí, que yo sabía que ella existía pero que no sabía quién era. Sólo era cuestión de encontrar en qué persona se escondía. Pero yo sabía que J existía. Cómo no saberlo si  la había imaginado por años y en una semana ya sabía que era ella la que imaginaba. Cuando uno piensa en que se enamorará fantasea con una serie de ideales. A las personas que va encontrando las hace encajar en el molde de sus fantasías. Unas caben mejor que otras. Algunas hay que empujar y otras pueden cubrir una parte grande de ese molde y uno preguntarse si era la persona perfecta al quedar tan ajustada a el. Pero con J es diferente. J no encajaba en el molde de lo que quería. J era el molde.

A veces J me pregunta si yo existo. Y tengo que pasar un rato convenciéndola que sí, que existo. Que me puede ver y escuchar. J y yo hacemos planes. Pero a veces se asusta y hace como si no los hubiéramos hecho. Pero los planes están hechos y los planes son para ser realizados.

J enfermó de faringitis y entre el delirio de la fiebre alta, altísima, y su debilidad tomé las riendas para cuidarla. Y no pudo negarse. Fue la mejor enferma que uno puede desear. Y además ha prometido dejar de fumar. Se pasaba el día metida en la cama y, cuando llegaba la noche, dejaba que yo le hablase y le hablase, le contara historias de mí que quería conocer hasta que, agotada, se terminaba durmiendo murmurando entre sueños “no dejes de hablar”. Y cuando dormía yo aprovechaba para decirle cosas que ella sabe pero que cuestan decir si me mira con esos ojos que me paralizan. Y, al estar cerrados, no puede usar su arma contra mí. Porque J tiene poderes. Extraños poderes.

J y yo sólo somos enfermos

J y yo, que más da lo que pase.
Tomamos cualquier cosa,
y viajamos en alfombras
y todo parece distinto, 
siempre es otro sitio.

Es mejor que esperar todo el tiempo, 
así que atravesamos los paisajes más extraños,
pues que placer obtienes de algo
que nunca has probado. 

J y yo también
podemos saltar, podemos crecer, 
porque J y yo
sabemos lo qué hay que hacer,
sabemos lo qué hay que hacer.

J y yo sólo somos enfermos, 
pero es que nunca tuve una enfermedad más dulce,
así que por ahora seguiremos.

J y yo también
podemos saltar, podemos crecer,
porque ella y yo 
sabemos lo que hay que hacer,
sabemos lo que hay que hacer.

Las olas lentamente
se acercan a la orilla.

Y quiero estar con ella
el resto de mi vida.



sábado, 7 de septiembre de 2013

Epílogo

Este blog nació tras un fin de semana de errores y comportamientos estúpidos. Los textos estaban escritos hace tiempo y cuentan cosas que quizá sólo estén relacionadas en mi cabeza y no en realidad. Los he copiado tal cual estaban en el documento word porque si me hubiese puesto a repasarlos es posible que no me hubiese atrevido a publicarlos.

El hacerlo no cambia nada: no me siento mucho mejor, los muertos siguen muertos, las culpas siguen en el mismo lugar y, aunque el destino no exista, las casualidades sí. Imagino que todo es cuestión de ensayo y error. Sobre todo de error.


Capítulo 12: F.I.N.

KATY SONG (PARTE II)

Mi primera gran salida durante mi medicación fue para ir a hacer otra de las pruebas de la Escuela de Cine. Como coincidía que mi madre estaba en España (en aquella época vivieron unos años en Argentina y Chile por cuestiones de trabajo) me acompañó. Tras un proceso de aprendizaje (caldos, sopas, purés) más o menos recuperé mi vida diaria aunque sin dejar las medicaciones y las visitas a los doctores. Y me apunté a hacer un curso de informática. En realidad era del paquete Office y un par de días, al final, de Internet.

Cuando terminé el curso comencé a ir a un cibercafé a buscar cosas, sobre todo fotos e información sobre Romy Schneider. En uno de esos días, en el ordenador de al lado, había dos adolescentes que no dejaban de reir. Miré con disimulo qué hacían y vi que estaban en una página llamada elchat.com. Entré. Era la primera vez en mi vida que chateaba. Ni siquiera tenía messenger porque no tenía amigos que usasen Internet. La verdad, chatear me gustó. Permitía romper mi timidez patológica y hablar con gente. Con chicas. Poco a poco, cada día pasaba más y más horas en el chat. Compré un modem y me puse una conexión de la época a 56 k. Se convirtió en una autentica obsesión. Conocer a gente (chicas) y sentir que les podía gustar sin tener que guardar ciertas partes de mí como tenía que hacer en el día a día era muy halagador. Llegué a pasarme catorce horas al día en el chat. Sentía auténtica angustia el rato en el que no lo miraba pensando que podría estar X o Y y yo perdiéndomelo. Muchas veces cuando tenía que salir a la calle o a la hora de irme a dormir calmaba esa angustia con los medicamentos que tenía recetados.

Una de las personas que conocí se llamaba Eva y era de Granada. Tenía dieciocho años recién cumplidos (yo veintitrés) y acababa de hacer selectividad con una nota media de más de nueve. Eva era brillante, tierna y bastante guapa. Nos escribíamos muchos mails al día y hablábamos por teléfono casi a diario. Bah, el que haya estado en chats en aquella época sabrá de qué hablo. La cosa es que ella me dijo que estaba enamorada de mí. Pero, por alguna razón a mí ella no me gustaba de esa manera. Me decía que le daba igual, que cuando nos viésemos yo cambiaría de idea. Su confianza era enternecedora.
Yo me trasladé a vivir a Madrid. Trabajé ese verano antes de que, en Octubre, empezase en la Escuela de Cine. Durante ese verano conocí a una persona de la que creía estar enamorado. Y ella decía estarlo de mí. Las tardes paseando por el centro, por el retiro, el tomar una cerveza comprada en un chino sentados en alguna plaza perdida. No fue más que un amor de verano tardío pero yo, tras los meses anteriores, confundí mis necesidades puntuales con amor. Eva lo sabía y le daba igual. La otra chica me dejó y me quedé destrozado.

Eva, por su parte, había recibido como regalo por su nota de selectividad un deseado viaje a París. Me llamó desde allí y me dijo que me había comprado un pirata de los Smiths con un concierto en Francia y me lo daría cuando nos viésemos en Septiembre puesto que ella iba a venir a verme porque sus padres tenían una casa en Madrid. No sólo eso. Con una inocencia que desarmaba me dijo que cuando viniese a Madrid había decidido que quería que la primera vez que hiciese el amor fuera conmigo. Mi cabeza estaba en otro sitio, en mi dolor por sentirme abandonado y en que al fin había llegado lo que tanto tiempo había estado esperando para probar, el desamor. Si lo que escribía Nick Drake era cierto. La banda sonora de aquellos tiempos fue “Unidad de Desplazamiento”.

Un par de semanas antes de que ella fuese a venir me llamó llorando. Era la primera vez que no escuchaba su voz alegre y cantarina. Incluso cuando se le notaba la tristeza por mi frialdad hacia ella lo hacía con una sonrisa que traspasaba la línea de teléfono. Su abuela vivía junto a ella, su hermano y sus padres. Nuestras abuelas eran un punto que nos unía muchísimo porque, para mí, mi abuela es la persona que más he querido en mi vida como para ella lo era la suya. Yo he vivido con mis abuelos maternos desde que nací y mi relación con mi abuela es inseparable de mi personalidad. Toda la vida contando historias de su juventud, de su vida antes, durante y después de la guerra, sus años de internado, ella tocando el piano (tenía la carrera terminada), yo mirando cómo cocinaba o viendo la tele echado sobre su regazo.

La abuela de Eva había muerto de repente, por eso me llamó llorando. Unos pocos días más tarde me contó algo sorprendente. Cuando se leyó el testamento su abuela le había dejado una casa y casi todo lo que tenía a ella. Ni a sus hijos ni a los otros nietos. Eva me lo contó con la mayor naturalidad. Para ella lo único que contaba es que, en la habitación de su abuela había encontrado una caja de casettes que había estado grabando contándole cómo era Eva de niña, hablando con ella  para cuando muriese. Horas y horas de su voz de cómo había sido su vida junto al abuelo de Eva, cómo crió a sus hijos o cómo fue el día que Eva nació. A partir de ahí ella sólo escuchaba esas cintas en el coche, en casa…Cuando me llamaba su tono era un poco más sombrío pero su voz era igual de tintineante cuando hablaba de nuestro próximo encuentro y de lo que, según ella, pasaría entre nosotros. Aunque yo no tuviese intención alguna de que fuese así.

Quedaban cuatro días para que Eva viniese a Madrid y el sol, el trabajo, salir mucho, la perspectiva de mi vida y el cine me servían de terapia para mi desamor. Llamé esa tarde a Eva, a su móvil. Me saltó el contestador. Llamé de nuevo por la noche extrañado de no saber de ella. Saltó otra vez el contestador. Miré el correo y nada. Pregunté en la sala de chat a la que entrábamos si alguien la había visto. Nadie. Al día siguiente seguía saliendo el buzón y yo me estaba poniendo nervioso. Pensé que quizá estaba enfadada por algo que le había dicho aunque eso, con Eva, era casi imposible. Hubiese tenido una y mil razones para hacerlo porque no dejaba de ofrecerme algo tan valioso como su amor y yo lo esquivaba con cortesía pero sin comprensión.

Esa noche, al entrar en el chat, me dijeron que habían preguntado por mí. Pensé que sería Eva pero no, era una de sus amigas de Granada con la que alguna vez yo había hablado. Al rato entró esa amiga y me dijo que le diese mi teléfono. Me llamó llorando y apenas se le entendía. Me contó que, el día anterior, Eva se había salido de la carretera y se había empotrado con un árbol. Murió allí mismo.

Yo no me lo podía creer. Colgué. Llamé a Eva y saltó de nuevo el contestador. Estuve llamando toda la noche sin dejar de llorar como lloré los siguientes días. Lloré por ella y lloré por mí. Por mi egoísmo y por la cantidad obscena de cosas que había hecho mal respecto a ella. Llamaba varias veces al día a su teléfono rogando que me contestase, sin que apenas se me entendiese. Hasta que un día se llenó la capacidad del buzón de voz. Siempre tenía la esperanza de que al llamar me contestase y me dijera que todo había sido una mentira. 

Unos días después me llamó otra vez su amiga. Había estado en su casa, con sus padres que estaban, como era de esperar, destrozados. Me contó que yo no sabía cómo hablaba de mí y de sus planes para nuestro encuentro en Madrid. También me dijo que estando en su habitación había cogido el diario de Eva y lo había leído. Que hablaba mucho de mí. Me dijo que si yo leyese lo que ella escribía de mí, de su amor por mí, me volvería loco. Me preguntó si quería que fotocopiase esas páginas y me las enviara. Le respondí que no. Que no quería leer eso.

Hoy, más de diez años después, me acuerdo de ella mucho más que de la mayoría de las personas que han pasado por mi vida. Pero de Eva sólo tengo el recuerdo de una voz siempre risueña, una foto en jpg escondida en algún disquette y una carga de culpa que creo que jamás va a desaparecer.


viernes, 6 de septiembre de 2013

Capítulo 11

EL INFIERNO

Pasados muchos años en la retina de mi memoria la imagen de la foto de Romy vestida de novia para la película “El infierno” de Henry-Georges Clouzot aún palpitaba con bastante fuerza. En alguna web de cine a mediados de la década pasada leí que habían encontrado un material que se creía perdido relacionado con esa película pero tampoco había más información sobre el asunto. Silencio. Olvido.

Cuando se anunciaron las películas que participarían en Cannes en 2009 para mi sorpresa vi que estaba un documental sobre la historia de esta película inacabada. Busqué algo de información sobre ella y la historia no podía ser más apasionante. El documentalista Serge Bromberg se quedó encerrado en un ascensor durante dos horas con una mujer de cierta edad. Cuando comenzaron a hablar y él reveló que era un cineasta ella dijo que también estaba relacionada con el mundo del cine. Su nombre era Inés de González y era viuda de un famoso y venerado cineasta francés: Henri-Georges Clouzot. La conversación en el ascensor fue más fructífera que la de una intrascendente sobre el tiempo. Una parte en concreto llamó la atención de forma arrebatadora a Bromberg. La historia de una película que jamás llegó a terminarse, una película llamada a revolucionar el cine de la época y que, tras comenzar el rodaje, toda una serie de catástrofes buscadas o no terminaron por dejar en estado de shock al equipo y cancelar la producción. Una película que iban  protagonizar un consolidado galán italofrancés, Serge Reggiani,  y una de las mayores estrellas del cine europeo, Romy Schneider. Esa película se llama “L’enfer”.

Bromberg había sabido de ella por la misma razón que los demás, la versión que rodó de aquella historia Claude Chabrol. Inés de González envió años antes a Chabrol el guión pensando que podría tener interés para este y tanto le gustó que decidió que sería su siguiente proyecto. Una historia de celos enfermizos protagonizada por una preciosa  Enmanuel Beart. El interés de Chabrol en su versión no pasaba del habitual en su cine: el retrato de la burguesía del interior francés, sus miedos, sus envidias y, en resumen,  sus miserias en resumen. La película no dejaba de ser un Chabrol (muy) menor, entretenido, un tanto pedestre y burdo en las recreaciones de las ensoñaciones sicópatas del marido celoso y que no pasará ni a la historia del cine ni a la de la carrera de los implicados. Además, en un extraño movimiento, cambió incluso los nombres de los personajes principales. Mientras que en el guión original sus nombres Odette y Marcel hacían referencia a “En Busca De El Tiempo Perdido” de Proust en la versión más reciente eran vaciados de significado y pasaban a ser Nelly y Paul.

Tras ser rescatados del ascensor Bromberg pide ver el material que, según la viuda de Clouzot, se había rodado y estaba guardado en un laboratorio. Muchas horas de imagen y sonido. El cineasta intuye que ahí hay una película y, tras ver el material, queda fascinado. Quince horas de imágenes y más de treinta de banda de sonido sin imágenes, con diálogos, sonidos, efectos...lo que encuentra es una joya fantástica que trata de reconstruir con el libreto en mano. Es complicado porque la película pretendía romper todos los esquemas del cine de su época, hacerlo avanzar de un salto a una forma de arte casi conceptual.

En esa época Clouzot estaba obsesionado con “8 y medio” de Fellini, con romper y hacer pedazos la narrativa y la lógica cinematográfica y dar un paso más allá. También con la magistral “La Aventura” de Antonioni. Un cine que se abría paso en ese momento en el que Clouzot estaba siendo muy criticado por una panda de jóvenes airados que comenzaban a hacer un cine distinto y radical y a los que denominaron Nouvelle Vague que le veían como representante de un cine asfixiado por el guión y la planificación. Esta película podía representar para él su reivindicación y su demostración de fuerza ante ellos de estar cien pasos por delante.

Además se interesó por artistas visuales que hacían arte cinético. Gente como Yvaral o Vasarely que trascendían la representación artística tradicional para crear objetos en los que el punto de vista, el espacio y la transformación pasaba a ser parte conceptual del objeto artístico. Quería introducir esos mismos conceptos pero en el cine. Clouzot llevaba cuatro años sin hacer películas y la industria francesa confiaba a ciegas en él tras haber dado obras mayores como “El Salario Del Miedo” o “Las Diabólicas”. Su nombre era tan poderoso y se rumoreaba que esa película sería un antes y un después que un día se presentaron jefes de estudio de Columbia Pictures desde los Estados Unidos y pidieron ver esas pruebas de antes del rodaje. Tras eso, sin leer el guión, se reunieron con la parte francesa de la producción y dijeron: presupuesto sin límites. Un proyecto tan ambicioso necesitaba de libertad absoluta y el dinero no sería ya el problema.

Clouzot se vuelve absolutamente demente. Contratan un equipo de 150 personas, dos directores de fotografía de entre los mejores del momento, forma tres equipos para que nunca se detenga el rodaje pero como quiere supervisar los tres jamás están activos dos y como en el primero de ellos exprime cada milímetro para que quede como él quiere al final todo se hace inoperativo. Tortura a los actores con peticiones salvajes. Inventa sistemas de color, quiere teñir un lago natural donde se desarrolla parte de la acción, crean lentes especiales para dotar a la foto de nuevos tonos, juega a experimentar con sonidos, efectos especiales insólitos...todo ello sin límite. Sin más límite que la paciencia de todos los que le rodean. Su cabeza echa humo y tiene graves enfrentamientos con Reggiani que explotan el día que hace correr al actor durante horas, sin apenas descanso, sólo para filmarlo agotado realmente. Horas y horas corriendo para un sólo plano que quizá jamás se fuese a usar. Reggiani no se presenta al rodaje más y argumenta que está enfermo. Esto destroza los planes y se piensa en sustituir por otro actor, quizá Jean Louis Trintignac amigo de Romy Schneider y estrella del cine galo.

Pero nada de esto ocurre. La presión supera a todos incluido, al fin, a Clouzot, y su corazón dice basta teniendo un ataque que le lleva al hospital y, al poco, declaran suspendido el rodaje para siempre. Aunque aún rodaría alguna otra película ya jamás recuperá su posición en la industria aún respetando su estatus de gran creador. Romy se siente muy decepcionada porque está segura que era el papel que acabaría al fin hacer olvidar los papeles de la etapa de Sissi de una década antes, aunque a esa altura ella ya había trabajado con Welles, Visconti o Preminger.

Toda esta historia se explica en el excelente documental de Bromber y Ruxandra Medrea “El Infierno de Henri-Georges Clouzot”. El gran valor de la película es, sin duda, el editar en lo posible el material existente y hacer al espectador un frustrado guionista tratando de recomponer los espacios vacíos. La imaginería visual es apabullante. Imaginar un resultado en el que con un gran presupuesto y estrellas había ecos y anticipaciones a cines que estaban naciendo en esos momentos fuera del circuito comercial en gente como Standish Lawder, Jonas Mekas o Kenneth Anger. Que pertenece a ese mundo da fe un vídeo en youtube titulado por su autor, un tal “facedebouc1”, quizá de forma un poco pedante “Essai sur l’enfer”. Durante casi nueve minutos extractos de la película se suceden acompañados de la música del trabajo conjunto de Stereolab y Nurse With Wound. La sincronía de los dos elementos, imagen y música, es perfecta. Parecen creados el uno para el otro. Imágenes de gran impacto junto a música incómoda, poco convencional como siempre acostumbraba en su lado más arty, más experimental, siempre hacia adelante un grupo como Stereolab. Una orgía para disfrutar y ensimismarse.

La belleza de Romy en la película es desarmante. Es probable que jamás, y es mucho decir, apareciese tan magnética, adorable, sexual, turbadora, e inalcanzablemente cruel por la ansiedad que me produce el pensamiento de no asistir al espectáculo de ser ella misma ante mí.

“Lo Importante es Amar” y “El Infierno”. Entre esos dos títulos, sus significados, parece resumirse la vida entera de Romy Schneider.